En nuestra cultura cristiana, nos han enseñado que el perdón es algo que sólo nos puede otorgar Dios. Pero la verdad, es que el perdón es cosa nuestra. Total y absolutamente. A las personas espirituales les ayuda mucho saber que tienen a ese Ser que les perdona todo, pero incluso a ellas, el perdón «del de arriba» (como decía mi abuela) a veces viene corto.
El perdón nos libera de toda esa carga negativa que nos metemos en una mochila y nos la cargamos a la espalda. A lo largo de nuestra vida, seguro que hemos hecho daño a alguien, seguro que nos hemos daño a nosotras mismas y seguro que hemos permitido que nos hagan daño. Si te paras y lo piensas un poco, seguro que eres capaz de ponerte un ejemplo de cada uno de esos daños. ¿Los tienes? Bien.
Esos ejemplos que te has puesto, son piedras en la mochila a tu espalda y sólo tú puedes soltarlas. Hay algunas de esas cosas por las que perdonarnos es fácil. Pero hay otras por las que no tanto. Por ejemplo, yo me perdono fácil cuando caigo otra vez en hacerme daño cuando me como media tableta de chocolate. Pero cuando lo que he hecho es volver a hacerme daño porque estoy con el mismo tipo de hombre que me engaña una y otra vez, el perdón se complica. Y, paradójicamente, cuanto más grande sea el daño que nos hemos hecho o que hemos hecho o que hemos permitido que nos hagan, mayor es el alivio y la calma cuando nos perdonamos.
A mí me encanta la palabra compasión. Etimológicamente, si la separas obtienes la palabra con-pasión. ¿No os parece bonito? Claro que no es lo mismo tener autocompasión que autocompadecerse. Son cosas muy distintas. Tener autocompasión es tratarse a uno mismo con pasión, con amorcito. No porque seamos diosas maravillosas omnipotentes cuyo sudor huele a Channel. Sino porque somos capaces de perdonarnos. Autocompadecerse va más por eso de ir de pobrecito por la vida sin asumir la propia responsabilidad de lo que hacemos o decimos.
A veces, somos capaces de sentir compasión por el dolor y el daño de los demás. A todos se nos conmueve el corazoncito cuando alguien te cuenta que su madre o su padre se ha muerto. Aunque no hayamos perdido a nadie, sentimos compasión por el dolor de esa persona. Incluso aunque nos caiga mal. Pero nos cuesta más, mucho más sentir compasión por nosotras mismas, por nuestro dolor y daño. Por eso, es importante, permitirnos perdonarnos, permitirnos sentir autocompasión.
¿Cómo? Escoge uno de esos ejemplos que has pensado arriba. ¿Lo tienes? Bien, ahora pon delante de esa situación un «Me perdono por…» (por ejemplo, me perdono por haber permitido que me pegaran en el colegio o me perdono por hablarme tan mal). Y dilo en voz alta. Y dilo de verdad. Siente que ya es suficiente de machacarte con eso, que te lo vas a perdonar porque quieres aligerar la mochila que cargas a tu espalda. Y repítelo. Creételo. Porque eres digno de ser perdonado por ti, porque tú también mereces tenerte compasión por tu dolor. Y respira hondo.
Tu perdón para los demás es sanador, y para ti misma también. ¿Tienes algo por lo que perdonarte?¿Hablamos?