Cuenta la leyenda que existía una vez un hombre muy tranquilo que pasaba la tarde en casa preparándose una buena taza de té para afrontar el frío clima que afuera le estaba esperando. Justo antes de salir por la puerta para realizar sus recados, un ruido estruendoso y casi apocalíptico suena tras la puerta. “¡ABRE LA PUERTA!”. El hombre, ante tal susto, pensó que si hacía como que no estaba, el “ruido” se iría de la puerta. Pero pasaron las horas y anocheció, y el “ruido” seguía ahí, aporreando la puerta cada rato y gritando cada vez más fuerte.
Así, pasaron los días, incluso las semanas, y el hombre no se atrevía salir de su casa. Por miedo. Estaba asustado. Pero después de un tiempo, se llenó de valentía y decidió mirar por la mirilla. El “ruido” llevaba un tiempo tranquilo y, a lo mejor, se había ido. Al asomarse el hombre vio la silueta de una criatura tan grande que no podía verla de una sola mirada, con brazos tan enormes como el mismo hombre de alto y con unas fauces repletas de gigantescos dientes que podrían ser envidiados por cualquier tiburón. No cabía duda: era un monstruo. Y uno de los grandes, además. Por supuesto, el hombre no abrió. Ni ese día, ni esa semana ni ese mes.
Cada mes que pasaba, el monstruo se iba haciendo más y más grande. Y gritaba y aporreaba más y más fuerte. La sensación que tenía el hombre era que iba a tirar la casa en cualquier momento. Puso muebles (y todo lo que se le ocurrió) amontonados delante de la puerta para que el monstruo no pudiera entrar de ninguna manera.
Y pasaron los años. El hombre comía cada vez menos, su salud empeoraba y se sentía débil. Llevaba 6 años encerrado en esa casa, con miedo, pánico siquiera a abrir una ventana, por si acaso entraba el monstruo por ahí. Después de tanto tiempo, todo le daba igual. Tanto que, por fin, un día decidió salir. decidió que el miedo ya no era tan grande y que tenía que enfrentar a ese monstruo, su monstruo, y salir de esa casa a respirar el aire puro que tanto echaba de menos.
Apartó los muebles, las montañas de libros y abrió los cerrojos, abriéndose paso hasta la puerta y… la abrió. Allí estaba. Allí estaba el horrible monstruo que le había amargado la existencia, tan enorme e imponente como lo recordaba. Respiró hondo y dio un paso al frente. Miró al monstruo y le preguntó: “¿Qué quieres, maldita sea? ¡¿Qué quieres?!”. Y el monstruo le respondió: “Sólo quería una taza de té”.
¿Cuántas veces nos paraliza el miedo? ¿Cuántas veces tenemos a ese monstruo aporreando nuestra puerta? Y, muchas veces, lo único que quiere el monstruo es una taza de té. Una invitación a que le prestes atención, a sentarse contigo y hablar de cómo es, qué quiere, qué tienes que aprender de él. Somos capaces de ser como ese hombre y encerrarnos en nosotros mismo, en casa, en el trabajo o en la familia, para no abrirle la puerta a nuestro monstruo y preguntarle qué quiere, qué mensaje nos quiere dar. Atrévete a abrirle la puerta a tu monstruo, solo/sola o con el acompañamiento de una profesional como yo, pero atrévete. No esperes años y años esperando que se vaya, porque no se va a ir. Y porque sólo quiere una simple taza de té. ¿Hablamos?