El otro día, vi a unos chavales riéndose de una chica con diversidad funcional en el metro. Y es algo que me llevo encontrando mucho tiempo ya, ese desprecio a todo lo que no es como nosotros. Es como si hubiera una norma no escrita en la que odiar a otra persona es lo que se espera de ti. El odio es un sentimiento de profunda repulsión hacia algo o alguien y provoca el deseo de provocarle algún daño. Odiamos a los que no comparten nuestras ideas políticas, a los que funcionan diferente a nosotros, a los que conducen mal, a los que visten diferente o a los que son de otro color. ¡Todo el mundo puede ser odiado! Pero, ¿para qué necesitamos tanto odiar?
Cuando era pequeña entendía que el odio era lo que sentía el Coyote cuando no conseguía detener al Correcaminos. Esa era mi concepción del odio absoluto. Pero ahora el odio está a la orden del día en los discursos de nuestros políticos, en prácticamente todos los programas de televisión, videojuegos y películas. Se alimenta a la bestia haciendo ver que hay un enemigo que merece nuestro odio, alguien contra quien podemos unirnos. El odio nos hace sentirnos parte de algo más grande. Cuando vemos que otra persona comparte mis emociones, me siento más a gusto. Es como que al no verme sola, es más fácil para mí sentir esa emoción. Es como cuando se te muere alguien cercano o cuando te quejas del jefe. Hacerlo tú solo no tiene ningún sentido, pero si lo hacemos en grupo…ya no soy sólo yo, ahora somos «nosotros». Y esa palabra significa mucho.
El odio también nos da una vía de escape a lo que no sabemos gestionar, esto se llama proyección. Cuando no sabemos sostener nuestras emociones, las ponemos en otras personas. No todo el mundo sabe qué hacer con sus emociones, sobre todo, con las negativas que siempre son más incómodas de afrontar. Si yo estoy enfadada porque me he manchado la ropa y me monto en el coche, es muy probable que el odio aparezca para desearle la muerte al coche que se cruza.
Y, finalmente, odiar a otro nos hace quitarnos responsabilidad. Nos da un culpable (o varios) de todos nuestros males. Los inmigrantes tienen la culpa de que no tenga trabajo, los gays tienen la culpa de que haya tanto degenerado suelto y las mujeres transexuales tienen la culpa de que el feminismo no haya avanzado más. Siempre hay alguien que tiene la culpa, pero nunca soy yo esa persona. Aceptar la propia responsabilidad de nuestra vida es básica para darnos cuenta qué queremos cambiar de nuestra vida, culpar es el camino cómodo.
Si bien es cierto que estamos en un momento cultural en el que poco se valora lo diferente, lo que nos hace ver cosas distintas desde distintas alternativas y reflexionar, también es cierto que es mucho más fácil caer en el odio que en el amor. Te invito a que hagas la prueba: quéjate de lo que sea a alguien y tendréis conversación para rato. Pero si le hablas de lo feliz o afortunada que eres porque te ha pasado lo que sea, la conversación será mucho más corta. Se nos ha enseñado que regodearnos en el odio como una emoción que nos une cuando lo único que hace es separarnos más y más. Centrar tu atención en lo que te hace bien y elegir qué vida quieres para ti es tu poder. No hace falta que seas Mr. Wonderful, pero tampoco Mr. Hateful. ¿No crees?